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Estreno de Tristán e Isolda en el Real, por J.C.Deus

Estreno de Tristán e Isolda en el Real, por J.C.Deus

Por José Catalán Deus
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jcdeustelefonicanet/6/6/17
martes 15 de enero de 2008, 01:00h

El Teatro Real estrena hoy Tristan und Isolde, la mítica ópera de Richard Wagner, en una producción del Teatro San Carlo de Nápoles. La dirección musical es como habitualmente de Jess López Cobos, mientras que la dirección escénica está a cargo de Lluis Pasqual. Estamos ante una de las cumbres del género, un desafío de cinco horas de duración al que no se puede acudir sin encomendarsa a los dioses, una sobredosis de arte y espiritualidad en nuestras rutinarias vidas.

Sólo nombrar a Richard Wagner (1813-1883) asusta a los que no son fervientes admiradores. Es an siglo y medios después, el exceso artístico inalcanzable por la masa, el msico -filósofo, poeta, artista total- que cambió la ópera, que quiso sustraerla a la belleza superficial de los italianos, y que lo hizo precisamente con este Tristán e Isolda, del que es autor total en texto y msica, estrenado en 1865 como un manifiesto que sentaba las bases del drama musical moderno, y más allá incluso, de otras manifestaciones artísticas y hasta de poderosas corrientes sociales. El Tristán demostraba que la tonalidad en el sentido clásico estaba gastada, dijo simplemente su seguidor Schenberg.

La ópera se basa en una antigua leyenda celta. Es considerada el mayor canto al amor del género operístico. Su texto es ensalzado como un monumental poema. Su msica es un torrente inacabable sobre el que los cantantes ni hacen recitativos al estilo antiguo, ni hacen piruetas y arpegios vocales. Hacen una cosa nueva: recitan musicalmente cataratas de grandilocuentes palabras, desempeñan los papeles más largos y agotadores que puedan oirse y verse en un escenario. Y lo hacen acompañados de casi nada, con enorme economía de medios, solos en el escenario, sin coros, sin figurantes, sólo con dos emocionantes pero sin esas combinaciones a tres, cuatro, cinco y seis voces que siempre arropan. Diálogos inmensos flotando en el silencio, mecidos por msicas excelsas.

Con todo esto, puede deducirse la dificultad que implica para el espectador novato, para el aprendiz, para el aficionado medio. Una princesa irlandesa perdona la vida al guerrero que ha matado a su prometido presa de su halo impalpable. El guerrero tampoco la ha olvidado y volverá, pero será para entregarla a su señor y rey, como la mejor esposa de las esposas. Durante la travesía a Cornualles, Tristán no se atreve a verla, e Isolda atormentada decide matarlo y matarse con la pócima venenosa que su madre la ha dado como solución ltima a sus pesares. Pero su fiel dama de compañía sustituye el veneno por un elixir de amor que toman ambos para quedar presos de ese primer flechazo del pasado, elevado ahora a su apoteosis triunfal. Éste es el primer acto de los tres de hora y cuarto de duración, intercalados por descansos de media hora para reponerse del esfuerzo y la emoción.

El segundo acto es el de la consumación del amor entre Tristán e Isolda, el de la traición del escudero Melot que los descubre ante el rey Marke, el del duelo de Merlot con Tristán, que cae gravemente herido. El tercer acto es el de la agonía de Tristán esperando en su castillo a Isolda, el de la llegada final de ella cuando la mueete del amado ya no tiene remedio, y el de la magnificencia final, el éxtasis puro y divino de la muerte de Isolda, quizás el momento más excelso de toda la historia de la ópera. Como se diría con ese irónico cinismo tan propio de nuestros tiempos, horas de espera angustiosa entre el Preludio de la obra y la Muerte de la heroina, esos 17 minutos que han sido extraídos del total para gloria de la especie humana, para descubrimiento de pobres mortales como éste que escribe, cuya audición será un relámpago iluminador para todo el que se acerque a su audición queriendo penetrar en el misterio de la msica.

La dirección musical de esta obra gigantesca es un desafío que Jess López Cobos vence con sensibilidad y la modestia de los que saben. Son tantos los momentos mágicos de la partitura que apenas podríamos destacar ese larguísismo parlamento del corno en el tercer acto.

La dirección escénica ha compuesto un espectáculo sobrio, sobrecogido ante la grandeza que va a representarse en él. Una vez más Lluis Pasqual opta, como lo hizo el mes pasado con La famiglia dellantiquario, de Carlo Goldoni, en Las Naves del Matadero, por una sucesión de épocas insinuadas -la medieval en el primer acto, la contemporánea al autor en el segundo, y la actual en el tercero- dentro de lo que podíamos llamar una escenografía intemporal o intertemporal, que en nuestra modesta opinión es la que mejor se presta a la representación de óperas en nuestros días, ese relativismo postmoderno que lo impregna todo, las referencias sutiles, los guiños a la inteligencia que nunca deben faltar en un escenario operístico. Bello el primer acto en la quilla de un bajel, soberbio el segundo en el jardín encantado, peor el tercero en un castillo teñido de hospital con camas que definitivamente estorban, peor an, obligan a los intérpretes a enfrentarse con ellas en antiestéticas evoluciones. Mares plateados, cielos cambiantes, árboles animados, visillos al viento, todo hermoso y sugerente, aunque no compartirmos la opinión del Teatro de que Pasqual aplique una visión mediterránea del drama wagneriano.

De los intérpretes hablaremos más adelante, tras una segunda audición. También de lo que nos contaron en vísperas del estreno. Como siempre, un doble reparto. En el ensayo general, Waltraud Meier hizo una Isolda monumental; Robert Dean Smith, un Tristán aceptable; Alan Titus y René Pape, un Kurwenal y un Marke grandiosos; Mihoko Fujimura, una estupenda Brangäne. En el otro reparto, Jeanne-Michèle Charbonnet, Jon Fredric West, y Elena Zhidkova.

Wagner es excesivo, ya se sabe. El texto, que tantos reputados entendidos aseguran soberbio, a mi me decepciona como en general todo el romanticismo y tardoromanticismo alemán: vehemente, sí, pero incapaz de captar la esencia espiritual. No se puede tener todo y algo hay que dejar para nuestros pobres lares. Y otro atrevimiento insolente: a esta ópera le sobra el tercer acto, la agonía de Tristán. El zenit amoroso del segundo acto puede unirse directamente a una muerte de Tristán más comedida, al desenlace y a la apoteosis final de la muerte de Isolda. Pero, vamos, puede tomarse como una broma el pretender enmendar al gigante alemán que estos días nos visita en Madrid, que an mueve sus creaciones por todo el mundo vivas y palpitantes intentando trasmitirnos lo que su autor entrevió en sus afortunados viajes celestes durante su existencia terrenal hace siglo y medio.


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