Los habitantes no judíos del pueblo acuchillaron y quemaron vivos a sus vecinos sin que una orden del ejército de ocupación alemán llegara a emitirse
La historia de la humanidad está cargada de episodios trágicos, brutales, que ponen de manifiesto con excesiva frecuencia a lo largo de los siglos que los humanos somos, no ya imperfectos, sino auténticos lobos despiadados si las circunstancias nos lo ponen un poco fácil.
El porqué determinados de estos sucesos quedan particularmente fijados en la memoria colectiva, -si por ser los más atroces, o los más repetidos, o los más exagerados-, es un misterio. Pero quizá sean los más incomprensibles los que más grabados se quedan: y lo que más nos cueste comprender, de entre toda esta interminable galería de horrores, son aquellos hechos que nos parecen especialmente gratuitos. Que podían perfectamente no haber sucedido. Que no tenían detrás una maquiavélica combinación de intereses geopolíticos o económicos. Que ocurrieron porque sí.
Y eso es lo que al parecer sucedió en la localidad polaca de Jedwabne en el año 1941. Los habitantes no judíos del pueblo acuchillaron y quemaron vivos a sus vecinos sin que una orden del ejército de ocupación alemán llegara a emitirse. Se adelantaron y superaron en horror al propio MAL con maysculas, al malo más malo de la historia de la humanidad: el nazismo.
Y lo hicieron no contra un grupo anónimo de judíos al que poder achacar sus desgracias en abstracto, sino contra gente con la que habían convivido felizmente hasta ese mismo instante. Su culpa, en este caso, no puede quedar diluida en una responsabilidad colateral, repartida y voluntariamente ignorante. No hicieron oídos sordos; no miraron para otro lado. Con sus manos y de motu propio dieron muerte de la más cruel de las formas a 1600 personas, viejos, jóvenes, mujeres y niños. Más de la mitad del pueblo. O, al menos, así lo cuenta la historia. Y así lo cuenta Tadeusz Slobodzianek, el dramaturgo polaco, en su texto de 2008.
La obra, de tres horas de duración, es más narrativa que dramática, una escenificación de aquello que ocurrió como resultado del miedo, la cobardía, y los rencores heredados. Heredados no sólo de la reciente ocupación soviética, que de alguna manera benefició a los judíos durante un breve tiempo, sino de rencillas muy anteriores, infantiles, de aquellas crueldades inocentes pero no por ello menos dolorosas que marcan a fuego en nuestra memoria odios irracionales e incontrolados. Cómo puede alguien violar a la mujer de un antiguo compañero de clase y juegos? Cómo puede alguien matar a golpes a un antiguo compañero de clase? Cómo es posible que presencie alguien sin mover un dedo cómo queman viva a una antigua compañera de clase?
Sencillamente, parece responder Slobodzianek, porque es posible matar, y porque es posible ensañarse, y porque llegados a ese estado de brutalidad (cómo se llega es una cuestión algo menos sencilla que la obra explora con menor profundidad) en realidad lo de menos es si son o no compañeros de clase.
Sólo por plantear esta y muchas otras cuestiones es Nuestra clase una obra arriesgada, difícil de ver, y dura de asimilar. El elenco hace un trabajo extraordinario con un texto que es en un 90% una narración: los hechos se narran más que actuarse, como recordados ante un juez o un tribunal, como si los protagonistas de aquellos espantosos sucesos buscaran justificarse o explicarse ante las generaciones futuras. Por lo mismo, no es una obra de brillante escenografía. El montaje de la Factoría Escénica Internacional consigue una agilidad asombrosa y muy necesaria para sus tres horas de duración, a pesar de un nico y sencillo escenario consistente en unas pocas sillas y mesas, y a pesar de que la obra está centrada en la palabra y no en la acción o los diálogos, en la descripción punzante de lo que sucedió. Avisado queda el espectador sensible de que hay momentos vívidamente desagradables.
No parece que Slobodzianek se propusiera hurgar y regodearse en esta horrible historia para encontrar una explicación, ni tan siquiera el consuelo de reconocer el camino tortuoso que recorre el alma humana para alcanzar ese punto. Las razones que transforman a los amigos juveniles en monstruos no se plantean como tales, los hechos se narran sin juzgarse ni se establecen causalidades demasiado obvias. Pero sí trata de humanizar y dar cara, nombre, pasado y futuro a los protagonistas de aquellos hechos. De acercarlos al espectador para que la verdad inapelable de lo que ocurrió resulte, si cabe, más cercana, más incómoda y más incomprensible.
VALORACIÓN DEL ESPECTCULO (del 1 al 10)
Interés: 7
Texto original: 7
Versión: 8
Dirección: 7
Interpretación: 8
Escenografía: 6
Producción: 5
Teatro Fernán Gómez. Centro de Arte
NUESTRA CLASE
Factoría Escénica Internacional
Del 19/04/2012 al 13/05/2012
2h 50 min. Aprox. (intermedio incluido 10 min.)
Ficha Técnica y Artística
Autor: TADEUSZ SLOBODZIANEK
Directora: CARME PORTACELI
Traducción: MAILA LEMA
Versificación de poemas infantiles: ISABEL MEDINA
Intérpretes:
Abram: JORDI BRUNET
Heniek: FERRAN CARVAJAL
Menachem: ROGER CASAMAJOR
Zosia: LLUÏSA CASTELL
Jakub Katz: ISAK FERRIZ
Rachelka, después Marianna: GABRIELA FLORES
Dora: CARLOTA OLCINA
Wladek: ALBERT PÉREZ
Zygmunt: JORDI RICO
Rysiek: XAVIER RIPOLL
Equipo Artístico
Espacio escénico: PACO AZORÍN
Diseño de luces: MIGUEL MUÑOZ
Vestuario: LLUNA ALBERT
Coreografía: FERRAN CARVAJAL
Msica original / Espacio sonoro: JORDI COLLET (SILA)
Productora ejecutiva: CASIANA MONCZAR