guía cultural

H. C. Westermann, escultor de paradojas

José Catalán Deus | Miércoles 06 de febrero de 2019

Un singular artista de nuestro tiempo, un intelectual/artesano, capaz de pensar y pulir maderas al mismo tiempo. El resultado es una obra interesante a la par que atractiva, carente de pretenciosidad, algo poco frecuente en la avalancha de artenoarte que nos anega. Volver a casa, titulan; completar el viaje, recorrer el sendero, buscar encontrando.

Horace Clifford Westermann (Los ngeles, 1922 Danbury, EE.UU, 1981), no se enrroló en las corrientes de su época, como el minimalismo, el expresionismo abstracto o el pop art para abordar la condición humana y reflejar la sociedad estadounidense de mediados del siglo XX, entre la Guerra Fría y el consumo de masas. Lo hizo desarrollando un estilo muy particular a partir del trabajo artesanal centrado en la madera, de una iconografía infantil y primitiva pero impregnada de un humor escéptico en el que el título completa una obra ni figurativa ni abstracta, ni conceptual ni onírica nicamente, con todo ello engarzado para dar lugar a sorpresas visuales y mentales, para navegar entre paradojas surrealistas hacia ese hogar al que todos volveremos.

La exposición presenta cerca de 130 obras fechadas entre 1954 y 1981, y parte de las piezas estuvieron en otra retrospectiva en Milán hace un año (Fondazione Prada, 20 de octubre 2017 -15 de enero 2018): la mayoría, esas intrigantes esculturas realizadas en maderas diversas con perfección de ebanista, maderas que se disfrazan de plásticos o metales, que se completan con ellos; pero también se exponen grabados, dibujos y cartas, así como pinturas de su primera etapa artística. La comisaria Beatriz Velázquez -cuya prolija presentación a los medios gustó mucho a los presentes- subraya su práctica artística como un hacer, un construir permanente, entender que una persona es en el mundo en la medida en que habita, y habita en la medida que construye su espacio, su habitación, su abrigo. Físico y químico, personalidad y conciencia. Difícil tarea para toda una vida, siempre imposible hasta el balance final.

El recorrido que se nos propone subyuga desde el primer vistazo y no decepciona por el sinuoso camino. Como describe la detallada propuesta, las pinturas que abren la exposición pertenecen a los primeros años de formación de Westermann como estudiante de Bellas Artes en la Escuela del Art Institute de Chicago. En ellas se aprecia la influencia de las vanguardias europeas y su organización en campos de color bien delimitados apunta ya hacia la marquetería y anticipa el gusto del artista por el trabajo madera. La transición entre estas imágenes y lo que será su medio preferente, el objeto en madera, puede observarse en Two Acrobats and a Fleeing Man (Dos acróbatas y un hombre huyendo, 1957), donde los tres personajes parecen desconectados del paisaje urbano en el que se encuentran, vaticinando las preocupaciones que serán duraderas en el artista, como la condición aislada -desabrigada, en definitiva- de la persona en el mundo. Las primeras esculturas, desde 1954, se acercan al mismo tema mostrando la angustia del confinamiento y de la muerte.

La sala de los barcos de la muerte interrumpe el recorrido cronológico de la exposición, advirtiendo cuánto repitió Westermann este motivo (hasta en veinte ocasiones como escultura, y muchas más en obra sobre papel). Barcos veleros, vapores, buques mercantes o de guerra, todos ellos presagian un destino fatal. Han perdido el mástil, o navegan peligrosamente escorados. Algunos no avanzan, atrapados en un mar de brea o en la calma chicha; otros vagan después de haber quedado abandonados. Muchas veces se esconden en su propia caja, como si fuera un atad. Con referencias a distintas fuentes literarias, así como a las vivencias del artista a bordo del portaaviones U.S.S. Enterprise durante la Segunda Guerra Mundial donde presenció bombardeos, ataques kamikaze, hundimientos y la amenaza de los tiburones-, los barcos sirven como alegoría de que vivir es errar y de que es difícil alcanzar puerto.

En la segunda mitad de los cincuenta las piezas de Westermann fueron diversificándose en cuanto a escala y forma. Las figuritas dedicadas a la esterilidad de la vida moderna se alternaron con estatuas de medio tamaño donde, a menudo, el cuerpo es una carcasa, un armarito donde cabe todo y nada. Comienza a fabricar cajas que representan reclusión. La caja aparece como morada para el hombre -que queda encerrado dentro- o, incluso, como mausoleo. Por su parte, las representaciones expresas de casas presentan proyectos fallidos: están en llamas o han sido abandonadas sin causa conocida. Memorial to the Idea of Man If He Was an Idea (Monumento a la idea de hombre si él fuera una idea, 1958), resume el fracaso del refugio en casa y cuerpo. Se trata de una estatua/armario, cíclope en cuya boca asoma una figura diminuta pidiendo ayuda. Su interior hueco aloja un barco que se hunde, un acróbata sin brazos y un personaje descabezado que trata en vano a jugar al béisbol. En Mad House (Casa loca, 1958), y en otras esculturas tempranas como He-Whore (Mujeriego, 1957), hay desasosiego. Luego llegan sus alusiones a los productos de consumo y entretenimiento de la sociedad de la opulencia, y a las inquietudes propias de la Guerra Fría.

El empleo del imaginario de la cultura popular hizo que, iniciados los años 60, Westermann participara en varias de las exposiciones de los incipientes nuevos realismos y de arte pop. No obstante, será una exposición individual suya en la galería Allan Frumkin, en 1963, la que dará pie a un encaje más situado de su heterodoxo trabajo en el complejo escenario artístico de la época. En su caso concreto, dentro de la controversia entre el formalismo tardío y los minimalistas a propósito de lo objetual. Las esculturas de aquella exposición, reunidas en gran parte en una de las salas, dan cuenta de un cierto viraje de Westermann hacia la objetualidad. Describiendo una talla como A Rope Tree (Un árbol de soga, 1963), el crítico Donald Judd repararía en su cadena de falsas apariencias: el contrachapado imita una soga, que a su vez imita un árbol como si en la distancia entre la representación y lo representado quedara desnuda la condición de objeto de la pieza. Por ello, Judd incluiría a Westermann dentro de la relación de artistas que hacían objetos específicos. Otro crítico, Dennis Adrian, entendía las piezas del artista como objetificaciones de la experiencia y les adscribía el atributo de objetividad absoluta.

Desde mediada la década de los sesenta, los objetos de Westermann acusan distintas reducciones al absurdo. Por una parte, el artista recurre a distintas capas de contradicción entre los títulos, materiales y referentes representados de sus piezas, confeccionando lo que la crítica ha llamado paradojas visuales y materiales. Im Goin Home on the Midnight Train (Me voy a casa en el tren de medianoche, 1974), contiene un martillo inoperante de dos cabezas. Westermann ensambló esta pieza en un período de grave convalecencia, al borde de la muerte. El título de la obra deja entrever que el artista, en su dificultad para trabajar, estaba a punto de llegar a casa. El artista ahondó en el tema de la muerte en la segunda parte de su carrera- Suicide Tower (Torre de suicidio, 1965) recrea el tiempo previo a un salto fatal. Murió a los 59 años y nada sabemos de las circunstancias.

Aproximación a la exposición (del 1 al 10)
Interés: 9
Despliegue: 8
Comisariado: 8
Catálogo: 9
Documentación a los medios: 9


Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
Edificio Sabatini, 3 planta
H. C. Westermann. Volver a casa
5 de febrero de 2019 6 de mayo de 2019
COMISARIADO: Beatriz Velázquez y Manuel Borja-Villel
-Con el apoyo de Terra Foundation for American Art
-Taller acerca de H.C. Westermann 7, 14 y 21 de marzo.
Con Beatriz Velázquez, Carlos Fernádez-Pello y Patricia Mayayo.