Gerard Mortier comenzó su etapa de director artístico del Teatro Real con mucho tacto, trayendo a inaugurar la temporada al Teatro Bolshoi de Mosc con Eugenio Oneguin, de Piotr Illich Chaikovski, una ópera que forma parte de la élite del género. Un acierto, sin duda, que modera el errado inicio de la programación propia, dentro de unos días, con Montezuma y Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny. Los rusos demostraron excelencia en todos los aspectos y haber iniciado ellos también un proceso de renovación imprescindible en los grandes teatros del mundo.
Estamos ante una obra capital de la cultura rusa. Eugenio Oneguin (Yevogeny Onyegin en ruso) tituló Alexandr Pushkin la novela en verso que aparecida en 1831 se considera madre del idioma y de la cultura del país. Tardó siete años en escribirla y otros siete en publicarla. Pero cuando medio siglo después Piotr Illich Chaikovski buscaba argumento para una ópera era ya un clásico reverenciado. El msico ya había alcanzado la madurez de su creatividad y compuso su partitura en un año escaso, un tiempo en el que también tuvo que madurar personalmente, tras un matrimonio precipitado que sólo duró unas semanas y la constatación de su homosexualidad innegable.
Se trata de una obra especialmente lograda, donde texto, libreto y msica establecen esa unidad, esa cohesión tan difícil de encontrar en la ópera de todos los tiempos. Está dividida en tres cuadros, de los que el primero tiene siete escenas; el segundo, tres; y el tercero, dos. El libreto -de Modest Chaikovski, hermano del compositor, y K.S. Shilovski- es muy coherente desde el punto de vista argumental, potencia la figura de Tatiana sobre la de Eugene, mucho mejor trazada por Pushkin, y nos ahorra su trágica muerte en escena. La msica es de Chaikovski, y con eso se dice todo, del compositor clásico actualmente preferido por la audiencia global, si hacemos caso de las encuestas que lo colocan en popularidad por delante de Mozart y Bethoven. Una síntesis de clasicismo y romanticismo que llena al primero de sentimientos y descripciones anímicas sin caer en los excesos a los que se prestó el segundo.
El director musical, Dmitri Jurowski, y el director de escena, Dmitri Tcherniakov, han realizado un gran trabajo. Ambos son ya dos figuras de nivel internacional. El primero, con 31 años de edad, ha dirigido las filarmónicas de Dresde, Shangai y Lazio entre otras grandes orquestas, y entre sus ltimos compromisos líricos figuraron una La dama de picas en Monte Carlo, y un Andrea Chénier en la Deutsche Oper de Berlín. En el Palau de les Arts de Valencia dirigió hace dos temporadas Esponsales en el monasterio, de Prokofiev. El segundo, que ha cumplido cuarenta años, tuvo el honor y el desafío de montar este Oneguin para sustituir la producción clásica que llevaba 60 años representándose.
Finalmente, no. Porque en el acto tercero todavía la omnipresente mesa sirve de marco, años después, a los invitados del príncipe Gremin y su esposa, que no es otra que una Tatiana triunfadora en la alta sociedad, en un banquete al que pugna por sumarse un Eugenio que ahora es poco más que un marginado, una mesa que separará definitivamente a ambos cuando Tatiana reconozca que an le quiere, pero que eso jamás supondrá que abandone a su actual marido, Hasta que Eugenio sólo en el escenario con la mesa de marras, quede postrado y contrito con una pistola en la mano.
Demasiada mesa, ciertamente. Contribuye tanto o más que un descanso de 25 minutos tras dos horas de presentación, a hacer del tercer cuadro un desencajado colofón que dificulta más que completa. Un tercer cuadro que rompe la unidad espacio temporal de los dos anteriores y por tanto necesitaba otro encaje contextual que la susodicha mesa. La cual también aporta probablemente confusión -disimulada por el impacto visual de la bellísima escena- en todo el primer cuadro.
Terminemos diciendo que la representación que tuvimos la dicha de presenciar en este 9 de septiembre de Eugenio Oneguin por el Bolshoi en el Teatro Real, fue un magnífico y original inicio de temporada. La fuerza de la costumbre es un don del cielo que constituye para nosotros un sustituto de la felicidad, repetirá dos veces al comienzo de la obra la madre de esta Tatiana capaz de declarar su amor a un hombre desconocido en aquellos lejanos tiempos de 1830: con ciega esperanza apelo a una felicidad desconocida. Monsieur Mortier comienza con buenas maneras y variadas iniciativas. El año que viene el Real viajará a Mosc para devolver la visita. Nunca había salido de la plaza de Oriente.
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